Una señora esperaba la guagua junto a su hija de ocho años, Marina.
De pronto, la niña, con esa curiosidad inagotable que tienen los niños, preguntó:
—Mami, cuando viajamos en avión y pasamos las nubes, se ve el cielo, pero no se ven los angelitos.
La madre, acostumbrada a las preguntas inesperadas de Marina, sonrió mientras pensaba cómo responder.
—Mi vida —le contestó—, el cielo está mucho más alto, no se puede ver ni se puede llegar, ni por avión ni por cohete.
Marina arrugó el ceño, insatisfecha con la respuesta.
—¿Y entonces cómo llegan los angelitos y las personas buenas que dicen que van al cielo?
La madre suspiró y miró al horizonte mientras elegía con cuidado sus palabras.
—Mira, hija, eso es un misterio.
Marina cruzó los brazos y frunció los labios, dejando claro que no estaba conforme.
—No me gustan los misterios —dijo con seriedad—. Siempre que no saben una cosa, los adultos dicen que es un misterio.
La madre soltó una risita nerviosa.
—Sabes, cariño, el mundo está lleno de misterios. Por eso los señores investigadores van descubriendo cosas.
Marina, que siempre tenía la última palabra, respondió sin dudar:
—Pues ¿sabes qué te digo, mami? Que están tardando mucho en descubrir esto, que es muy importante.
La madre no pudo evitar reírse. Sabía que su hija tenía razón en algo: los niños nunca dejaban de preguntar lo importante. Entonces, para ganar tiempo, le propuso:
—¿Sabes qué vamos a hacer mañana? En la clase de la primera comunión se lo preguntas al cura, y seguro que él te lo explica mejor.
Marina la miró con cierta desconfianza.
—Vale —respondió al fin, no muy convencida.
En ese momento, la guagua apareció al final de la calle.
—¡Venga, que ya llega la guagua! —dijo la madre, tomando a Marina de la mano.
Subieron al vehículo, y mientras avanzaban hacia sus asientos, la madre pensó con alivio: Esta vez me salió bien. Ahora que se entienda el cura.
Sentada junto a la ventana, Marina miraba las nubes mientras en su mente seguían flotando preguntas imposibles de contestar.
Reflexión: Los niños necesitan explicaciones, pero de acuerdo con su edad. Según van creciendo, van entendiendo determinadas cosas, pero demasiada información puede hacerles daño. Todo en su debido momento.
Fecha: 12 de enero de 2025.
La Navidad en la década de 1950 y 1960 era una celebración muy diferente a la de hoy. Eran tiempos difíciles, marcados por las cicatrices de una guerra civil y una posguerra que aún mantenían al país en la escasez. Aunque había familias que lograban sobrellevarlo mejor y otras peor, en mi caso y en mi entorno, esa dureza apenas se percibía. Nuestros abuelos y bisabuelos, con gran sabiduría, se encargaron de que no viéramos las sillas vacías ni el sufrimiento de los mayores. Ellos sabían que la infancia es una etapa única y que, si los niños no tenían una niñez plena, lo pagarían en el futuro. Gracias a ellos, mi infancia fue feliz, llena de ilusión y protegida del peso de la realidad.
En aquellos días, la Navidad no estaba cargada de luces ni de grandes tiendas de juguetes como ahora. Era una fiesta más austera, profundamente religiosa y, sobre todo, infantil. Los niños pedíamos cosas simples: muñecas, coches y caramelos. Y aunque los regalos eran modestos, la alegría era enorme, porque no conocíamos otra cosa. La Navidad era ilusión, fantasía e imaginación. Para los niños de entonces, era una de las etapas más felices de nuestras vidas.
La celebración comenzaba en Nochebuena. En mi casa, lo más destacado era el belén que montaban mis tías abuelas. Era una auténtica obra de arte que ocupaba todo el salón de la planta baja. Las montañas se hacían con sacos de arpillera pintados de negro y marrón, y parecían tan reales que aún me sorprende cómo lograban ese efecto con los recursos de la época. Había incluso un cambio de luces que simulaba el amanecer, el atardecer y la noche, con estrellas y luna incluidas. No sé cómo lo conseguían, pero el resultado era mágico. Las figuras del belén eran una mezcla de tradición catalana, por parte de la familia de mi madre, y canaria, encargadas en La Orotava, el único lugar donde las hacían.
Tras la cena ligera, acudíamos a la Misa del Gallo. De niña, nunca me pregunté por qué se llamaba así, pero más tarde descubrí que el nombre proviene de la tradición romana. Su origen se remonta al siglo V, bajo el papa Sixto III, y originalmente se llamaba misa vespertina de la vigilia de Navidad. Se celebraba antes del amanecer, “ante galli cantus”, es decir, antes del canto del gallo. Era una misa larga, solemne y llena de significado, que terminaba de madrugada. En nuestra catedral, tenía un añadido especial: una cantata compuesta por el maestro Valle, director de la Filarmónica, que se interpretó hasta los años setenta. Era una joya musical que debería recuperarse.
Al final de la misa, el sacerdote ofrecía a los asistentes besar al Niño Jesús. Pero en casa, con la preocupación por las epidemias de la época —polio, tuberculosis y gripe—, me recomendaron poner mi dedo gordo sobre la figura y besar el dedo. A veces pasaban un pañuelo entre besos, o eso decían.
El día de Navidad reunía a la familia en una comida más abundante, pero la verdadera emoción llegaba con los Reyes Magos. En casa, no existía la cabalgata, una tradición que llegó más tarde, gracias a iniciativas como la de la Casa de Galicia. La noche de Reyes era especial. Colocábamos en el balcón paja y millo para los camellos y, en el salón, una bandeja con turrones y polvorones para los Reyes. Recuerdo con claridad la ansiedad de esa noche, lo difícil que era dormir. Mis padres, con infinita paciencia, esperaban hasta que me quedaba dormida para colocar los regalos. Lo hacían con tanto cuidado que nunca llegué a descubrirlos.
Con el tiempo, en el colegio, supe quiénes eran realmente los Reyes Magos, pero decidí callármelo. Pensé que, si confesaba saberlo, ya no podría pedir tantas cosas. Mis padres, por su parte, intuían que yo lo sabía, pero preferían mantener la ilusión viva. La magia de la noche de Reyes era algo que disfrutábamos todos, adultos y niños por igual. Años después, cuando casi cumplía los dieciocho, confesé finalmente que lo sabía. Mi familia se rió muchísimo y me dijeron: “¿De verdad creías que no lo sabíamos?”. Aun así, esa ilusión infantil seguía viva en todos nosotros.
La Navidad de entonces también tenía otras costumbres entrañables. Recuerdo los aguinaldos, esas propinas que se daban a quienes prestaban servicios esenciales. El repartidor de agua de Firgas traía una tarjeta de felicitación, y uno le daba la propina que podía. Lo mismo sucedía con el cartero, el repartidor de gas y, en épocas pasadas, con el carbonero. Había incluso un guardia de tráfico en Bravo Murillo, frente al Cabildo, que era muy simpático. Durante las fiestas, su esquina se llenaba de cestas de frutas y cajas de vino que la gente le dejaba como agradecimiento. Era un espectáculo digno de ver.
Con los años, llegaron nuevas tradiciones como Papá Noel y el árbol de Navidad. Algunas familias comenzaron a adoptar esas costumbres, pero en mi casa siempre mantuvimos la esencia de los Reyes Magos. Hoy, al recordar aquellas Navidades, siento una nostalgia profunda. Fueron mágicas, llenas de detalles y de un cariño que las hacía únicas. La Navidad era entonces, y sigue siendo para mí, una celebración de ilusión, fantasía y amor, una época para creer en la magia y compartirla con quienes más queremos.
Fecha: 13 de diciembre de 2024.
Me encontraba caminando por el paseo de Las Alcaravaneras cuando me apoyé en la barandilla, con la mirada en el mar y pensando en el gran contraste de esta playa: en apenas unos metros, una fina arena y un mar azul; y justo enfrente, uno de los puertos más importantes del mundo.
En la arena no había mucha gente, solo unos niños jugando a la pelota y un pequeño grupo de personas en el otro extremo. Justo en medio de la playa, una señora. Por los gestos que hacía, parecía estar llorando, así que no me lo pensé dos veces y bajé a la arena para preguntarle si podía ayudarla.
Cuando llegué a su altura, muy educadamente le dije:
—Señora, perdone que la moleste, ¿puedo ayudarla en algo?
Entonces, la señora se gira, me mira entre lágrimas y dice: "Sorry, it wasn’t my intention to worry anyone." (1)
"¡Vaya, pues no me ha llamado zorra!" pensé. Esto me pasa por meterme donde no me llaman.
Ya estaba a punto de decirle cuatro cosas a la señora cuando me di cuenta: ¡Ah, que es inglesa!
Ya más calmada, intenté mi mejor inglés de turista para entablar una conversación:
—Oh… so… well… holiday? (2) —le pregunté, recordando algunas palabras aprendidas en el colegio.
La señora me miró, arqueando una ceja. Pareció encontrar mi intento tan entretenido como yo su acento británico. Finalmente, en un inglés pausado, me explicó que estaba de vacaciones. Yo asentía como si entendiera perfectamente, aunque solo captaba la mitad de lo dicho. Tras un rato conversando, me tendió la mano y dijo:
—Oh, I haven't introduced myself; my name is Agatha Christie. (3)
Me quedé mirándola, pestañeando. ¿La señora me estaba tomando el pelo? Miré a mi alrededor, esperando ver alguna cámara oculta o que alguien gritara "¡Sorpresa!" Pero no, ahí estaba ella, mirándome con seriedad.
"¡Agatha Christie!" pensé.
Le dije que era una entusiasta de sus novelas y, en un arranque de confianza, le pregunté cuánto tiempo se quedaría.
—I don’t know, —respondió—. Here, I feel as free as the wind. (4)
Acto seguido, empezó a contarme cosas de su vida. Sentí que tenía ganas de desahogarse. Al terminar de contarme todo lo que llevaba dentro, me dijo que estaba tan agradecida de que la hubiera escuchado con tanta ternura, que se sentía conectada conmigo.
—If you ever feel like writing, —dijo con un aire solemne—, call me. I’ll help you in any way I can. (5)
Nos quedamos mirando sin decir más durante unos segundos antes de despedirnos. Al llegar a casa, todavía estaba como en una nube.
Al día siguiente, todos los periódicos hablaban de la visita de Agatha Christie. Lo cierto es que no le encuentro explicación. Apenas entendía la mitad de sus palabras y, sin embargo, nos entendimos perfectamente. Quizás cuando hablan los sentimientos, lo hacen en un idioma universal que cualquier persona con sensibilidad entiende. Fue una experiencia extraña y bonita a la vez.
Por supuesto, sobre lo que en la arena se habló, nunca contaré nada.
(1) Disculpe, no era mi intención preocupar a nadie.
(2) Oh… bueno… está de vacaciones?
(3) Oh, no me he presentado, me llamo Agatha Christie.
(4) No lo sé —respondió—, aquí, me siento libre como el viento.
(5) Si algún día te animas a escribir —dijo, con un aire solemne—, llámame. Te ayudaré en todo lo que pueda.
Fecha: 12 de noviembre de 2024.
Ayer me preguntaron sobre la calle Faro, en Las Palmas de Gran Canaria, y, siendo sincera, no me sonaba de nada. Así que, ahora que estoy conociendo un poco más mi ciudad con la bicicleta, me he decidido a buscarla! Prescindo del amigo Google, y tiro de los clásicos: un viejo plano de la ciudad que tenía en casa. Lo despliego, voy primero al índice: calle Faro, B4. Busco el cuadradito B4 en el plano y... ¡Ajá, aquí está!, calle Faro, en la Isleta.
Llego y empiezo a dar vueltas. No la encuentro. Afortunadamente, vi a un señor y le pude preguntar. Me contestó de forma muy amable:
—Señorita, le veo con cara de susto.
—Pues mire, un poco sí, por las leyendas que hay de esta zona.
—Bueno, yo le voy a explicar, si usted me lo permite. Verá —empezó a contar el señor— todos los barrios que están cerca de un puerto tienen esa fama; imagine esos muchachos, seis meses metidos en un barco sin pisar tierra... al llegar, salen despavoridos. ¿Peleas? Pues alguna hay; donde hay vino se pierde la razón, ya usted sabe. Ahora ya no hay de eso, el barrio ha cambiado, esto es una zona tranquila. Tenemos el Centro Cultural Pepe Dámaso y un instituto que es una maravilla; da gusto ver a esos chicos haciendo obras de teatro, tocando música con bailes clásicos. Son un orgullo para el barrio. Bueno, que me estoy enrollando; para ir a la calle Faro, vaya todo recto por aquí detrás y al final baje, y ya entra por la calle Faro.
Así lo hice, y esta vez llegué a la primera. Me tuve que bajar de la bici por lo empinada que era la calle, así que empecé a caminar, llevándola del manillar. La calle mezclaba edificios relativamente nuevos con otros que parecían de la primera mitad del siglo XX, aunque yo prestaba más atención a la gente que a los edificios; mi objetivo era encontrar a otra persona que me contara un poco la historia de la calle. Dos casas más arriba vi a una señora en la puerta de su casa, pintándose las uñas. Seguro que ella me podrá ayudar —pensé.
No empezamos con tan buen pie como con el señor anterior; esta vez me dijo que, dependiendo de la pregunta, habría o no respuesta.
—Pues bueno, vamos a ver si hay suerte. ¿Usted ha vivido siempre aquí?
—Toda la vida, mi niña.
—¿Y encuentra que esto ha cambiado?
—Algunas cosas sí y otras no.
—La Isleta siempre ha tenido fama de gente que echa las cartas, que quita el mal de ojo y esas cosas.
—Pues mire, eso es verdad, y si usted supiera los coches de lujo que se veían aquí por la noche para asistir a estas consultas, se asombraría.
—¿Siguen viniendo?
—Yo no digo ni que sí ni que no; algunas cosas cambian para seguir igual...
Viendo por dónde iba la conversación, aproveché para preguntar por una botella y una lámpara que había visto colgadas en una puerta cercana a donde estábamos y que parecía una especie de amuleto. Me dijo que era la casa de una pitonisa con mucha fama y que todas las noches llena la botella con mejunjes para que los espíritus se alimenten, y que la luz es para que se orienten y sepan cuál es la casa en la que son bienvenidos.
—¿Y usted cree en eso? —le pregunté.
—Mire, he visto tantas cosas que naíta me extraña. ¿Y usted, mi niña?
—Huum... ¿sabe qué le digo, señora? Que yo opino como el cura gallego ese cuando le preguntaron por las meigas y respondió: "creer no creo, pero haberlas haylas".
—Bueno, mi niña, perdone por cómo la recibí al principio, pero estaba amulada con mi marido y cuando estoy así me dura un rato. Si quiere saber más sobre el barrio, venga por aquí cuando quiera, que yo siempre estoy trastiando de un lado para otro.
—Pues no le quepa duda de que así lo haré, señora. Entre usted y su vecino me han dado una maravillosa mañana de anécdotas sobre la Isleta que nunca olvidaré. ¡Volveré seguro!
Me despido de la señora, sonriente, y vuelvo a montar en la bici. Mientras pedaleo de vuelta a casa, pienso que he descubierto rincones de mi ciudad que ahora se sienten un poco más míos.
Fecha: 8 de noviembre de 2024.
Las puertas del colegio San Agustín se abrieron y Benito y sus amigos salieron corriendo para reunirse como todas las tardes en el Puente Verdugo. Allí se sentaron sobre el borde del puente y empezaron a balancear sus piernitas al ritmo del hilo de agua que bajaba por el Guiniguada. La pandilla estaba deseosa de escuchar las historias de Benito, pero este se hacía de rogar.
—¡Empieza ya, hombre!, ¡pero esta vez no te enrolles, que la última vez casi nos da aquí la amanecida! Tú y tu manía de primero describir todas las plumas para luego acabar diciendo que es una gallina, ¡al grano!
A Benito no le hacía mucha gracia esa manera de criticar su manera de contar historias: —¡Bueno, pues si tanto les aburren mis historias me callo y no digo nada!
—Venga, no te enfades y empieza ya.
—A ver, esto no es inventado, me pasó de verdad. Ayer domingo fui con mi familia a San Mateo, pero mi madre dijo que primero pasaríamos por Santa Brígida a casa de una señora que hace unos quesos riquísimos. La casa estaba alejada del pueblo y cuando llegamos creo que estaba yo más cansado que los pobres caballos, así que me bajé a explorar. Lo primero que vi fue a un señor mayor sentado justo delante de la puerta de la vivienda, se llevó tres dedos al sombrero, hizo una leve inclinación de cabeza en dirección a mi madre y mi tía y en cuanto ellas entraron, él siguió a lo suyo, mirando el paisaje. Al cabo de un rato, pasó de mirar el paisaje a mirarme a mí, y me llamó.
«Cuando me acerqué, al buen hombre le dio por pasarme la mano por la cabeza y dejarme todo despeluzado; si mi madre se entera, le da un ataque: ¡nada de pasar la mano por la cabeza de los niños, que les pueden pasar enfermedades! Pero no se quedó en eso, ahora viene lo bueno, me miró a los ojos y me dijo:
—Tú vas a ser famoso y todo lo tienes aquí dentro —me volvió a tocar la cabeza, esta vez con dos golpecitos rítmicos—, escribirás muchos libros; pero es una pena que te tengas que ir lejos y ya no vuelvas sino un par de veces y de visita. —El señor cogió resuello y prosiguió—: pero, aunque te vayas lejos de aquí se te seguirá queriendo, te harán estatuas, te pondrán calles y tendrás tu propio museo—. Diciendo esto, el buen hombre me mira y se despide—: adiós, Benito, me alegro de haberte conocido.
Sin darme tiempo a preguntarle como sabía mi nombre, mi madre y mi tía salieron de la casa y ya no me atrevía a decir nada por miedo a la reprimenda por estar hablando con desconocidos; así que puse cara de niño bueno y seguimos el viaje».
—Y esa es la historia, ¿qué les parece?
—Pues que si quieres que nos la creamos vas listo, ¿tú con estatuas, monumentos y calles? ¡anda ya! Creo que esta vez te pasaste de imaginativo —le replicó uno de los amigos—, mejor habría estado que nos describieras los dos mil pasos necesarios para hacer el queso ese que dices que fuiste a buscar, eso ya te pega más.
Aquí todos estallaron en una carcajada.
—Bueno, bueno —replicó Benito— si no me quieren creer, no me crean, pero es la verdad.
Y diciendo esto se levantó refunfuñando y se encaminó hacia su casa de la calle Cano, pensando para sí: «muchos libros, una calle, una estatua...»
Fecha: 3 de noviembre de 2024.
Este relato, es real. Yo misma conocí a la protagonista siendo pequeñita. Mis abuelos iban a veranear a un pueblo, y así la conocí. El nombre del pueblo y los protagonistas han sido cambiados por respeto a los familiares que aún viven.
En un pueblo de altas montañas y profundos barrancos nació María, en una familia muy humilde. Una niña muy querida, hija única. Sus padres vivían de las cosechas de frutas y verduras que luego vendían en el mercadillo del pueblo. María apenas pudo ir a la escuela, pero, como era muy inteligente, aprovechó el tiempo que pudo estar en ella. Fue creciendo y se convirtió en una bellísima muchacha: alta, esbelta, de tez blanca, que protegía con un gorro de paja hecho por su madre; tenía ojos verdes y el pelo negro como alas de cuervo. Llegó un momento en que fue ella quien se hizo cargo del puesto en el mercadillo, con la admiración de todos los muchachos, pero ella no estaba por la labor de depender de un hombre, como era la costumbre de aquella época.
Llegó el día de la fiesta del patrón del pueblo, con bailes y romerías. Allí estaban María y sus amigas, pero también estaba Juan, un muchacho al que casi no conocían en el pueblo, pues sus padres lo habían mandado a estudiar a la ciudad. Juan era un apuesto muchacho; enseguida se hizo el amo de la fiesta. En un momento determinado, María y Juan cruzaron miradas: fue un flechazo. Ambos pensaron que habían encontrado a su pareja. A los pocos meses se casaron. Tuvieron un hijo que colmó la felicidad de los dos. Pero pronto a Juan se le hizo chico el pueblo. Decidió que iba a emigrar a Cuba a hacer fortuna. Se lo hizo saber a María, ella bajó la cabeza, sabía que no podía hacerle cambiar de opinión. "Te mandaré todos los meses dinero, y cuando reunamos lo suficiente, te mando buscar".
Cuando María terminó de hacerle la maleta, él la besó. Su corazón le decía que no lo volvería a ver. Al salir Juan por la puerta, María se vistió de negro, un luto que ya no se quitaría. Los primeros meses las cartas llegaban puntuales, pero después fueron espaciándose, hasta que desaparecieron. Entonces empezaron las especulaciones; se le dio por desaparecido por algún tiempo, pero para declararlo muerto tenían que pasar diez años para poder cobrar la pensión. Los padres de María eran ya mayores y no podían seguir trabajando la tierra como antes, y además ella tenía que cuidar al niño.
María decidió entonces acudir al párroco para encontrarle trabajo en una casa decente. Así fue como entró a trabajar en la casa de la señora más rica del pueblo. Enseguida contó con la confianza de la señora, quien la nombró ama de llaves. El niño se quedó con los abuelos, pero a María ya no le brillaban los ojos y su sonrisa se apagó. Yo la veía a veces paseando con la señora, y siempre me acariciaba la cabeza con una gran ternura.
Llegó el momento en que se iban a cumplir los diez años, pero al no haber cadáver, se hacía más difícil cobrar la pensión. Entonces la señora habló con el párroco para que se pusiera en contacto con el cónsul y tratar de averiguar qué había pasado con aquel hombre. La respuesta no tardó en llegar: Juan no se había registrado en el consulado al llegar y tuvo que ser por medio de otros españoles que obtuvieron la información. Se había casado y tenía cuatro hijos.
Aquí surgía la duda de qué hacer. Juan no quería volver y, si estaba vivo, no le podían dar la pensión. Tenía cuatro hijos allá, y aquí uno. Pensaron en quién sufriría menos con la verdad, y María ya había sufrido bastante. Decidieron decirle que había muerto en un accidente y que al no estar registrado, no figuraban sus datos.
Cuando se lo dijeron a María, ella dijo: "Yo soy viuda desde el día que Juan se marchó de casa". Estas palabras estremecieron a todos los presentes, pero la vida de María estaba rota hacía tiempo, pues en su situación no podía salir ni ir de fiesta; solo podía estar en su casa y salir a trabajar. Pero tuvo la satisfacción de darle unos estudios a su hijo y continuó con la señora, quien la trató como a una hija.
Este relato es un homenaje a todas las Marías que se quedaron "viudas" sin serlo. Las estadísticas dicen que son pocos los que regresaron, y muchos de los que regresaron, lo hicieron sin fortuna.
Fecha: 20 de octubre de 2024.
Mariadel
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