Mi nombre es Marina; me lo pusieron por mi abuela. Existía una gran complicidad entre nosotras. Teníamos muchas cosas en común. Además del parecido físico, a las dos nos unía nuestra pasión por el mar y la habilidad para trasladarnos a otras épocas. Mi abuela y yo hicimos viajes maravillosos que han marcado para siempre mi vida.
Desde su fallecimiento, no había vuelto a viajar en el tiempo, no me apetecía. Pero esta mañana, al despertarme, después de estar toda la noche soñando con ella, recordé que se nos había quedado un viaje pendiente: Las Canteras, en Las Palmas de Granaria, en el año 1000. Sentíamos curiosidad por ver cómo sería en ese periodo nuestra «joya de la corona», la playa de Las Canteras.
Dicho y hecho, fui a la playa de Las Canteras, me senté en la arena, cerré los ojos y, al abrirlos de nuevo, lo primero que vi fue una extensión inmensa de dunas. Junto a la orilla, el mar era cristalino, de color turquesa. En el fondo, se veían peces nadando en una perfecta coreografía, sin nadie que los molestase. Un cielo azul con un sol espléndido. Un paisaje espectacular en el que los antiguos habitantes de las islas vivían de sus recursos naturales.
Lo que más sorprendió al llegar fue el silencio absoluto, solo roto por el sonido de las pequeñas olas al llegar a la orilla, y al retirarse. Ese sonido que deja acariciando la arena es el mejor de los relajantes.
Una vez saboreada esta sensación de soledad absoluta, empecé a agobiarme un poco. Si estás acostumbrada al bullicio, es curioso cómo puede llegar a abrumarte tanto silencio; en ese momento, me acordé del célebre pianista polaco Rubinstein, quien decía que el momento que más disfrutaba era el de la sala, previo a los conciertos. En esos momentos, se sentaba a oír el «silencio sonoro» de los teatros, que despertaban su imaginación.
Decidí hacerle caso y me tendí en la fina y dorada arena, que lucía como el pelo de las valkirias. Era mullida, como el mejor de los colchones, y tan suave como el gofio molido. ¡Qué gran privilegio sentir Las Canteras así!
Durante unos instantes, aproveché para repasar la historia de la playa. Recordé el gran cementerio aborigen que se encontró en la Isleta; aunque nuestros antepasados preferían vivir cerca de los barrancos, no cabe duda de que se acercaban a la costa para buscar alimentos. Me imaginé a los más valientes asentándose junto a zonas de roca para marisquear, aun sabiendo del peligro que llegaba del mar. Yo misma me veía ya en la tesitura, vestida como ellos y cogiendo lapas.
Mientras estaba ensimismada con el paisaje, la marea había subido y me estaba mojando los pies. En ese momento, una mano me ayudó a levantarme. Alcé la vista y, ante mi sorpresa, vi que era mi abuela. Parpadeé dos veces: ¿será una alucinación? - pensé.
—¡Mi vida, soy yo! He querido acompañarte en este viaje que tanto habíamos soñado hacer juntas. Siempre he estado y estaré contigo, aunque no puedas verme. Solo cierra los ojos, y sabrás que estoy ahí.
Me puse de pie para darle un abrazo, pero para cuando me levanté, ya no estaba. En la arena húmeda, sin embargo, se habían quedado sus huellas. Yo abrí los brazos y abracé al aire, convencida de que ella estaba recibiendo mi abrazo.
Ya estaba preparada para volver a mi época. Ha sido uno de mis mejores viajes... pero no el último.
Fecha: 4 de noviembre de 2024.
Era la primera vez que visitaba el barrio marinero de San Cristóbal, en Las palmas de Granaria, con mis padres. Lo miraba todo con la curiosidad de una niña que veía un paisaje muy diferente al que estaba acostumbrada. Lo primero que me llamó la atención fueron las casas, todas en fila y pintadas de azul y blanco, como si quisieran rendir homenaje al mar que les daba de comer. En las puertas de los hogares se hacía la vida social, se contaban las novedades del día mientras cosían las mallas del chinchorro.
Los señores mayores fumaban unos cigarros raros. Cuando pregunté qué era aquello, me dijeron que se llamaban cachimbas. Era una estampa preciosa; formaban una gran familia y parecían muy contentos a pesar de la vida dura que llevaban.
De repente, un grito rompió la tranquilidad: “¡Llega el chinchorro!” Todos se levantaron, incluidos nosotros, y bajamos a la playa para ver qué pasaba. Lo que vi no lo olvidaré nunca: una fila de hombres agarrando una cuerda, sostenida por unas manos callosas que parecían inmunes a la aspereza de la soga. Tiraban todos a una, en una sincronía perfecta, como en un baile al son del primero de la fila. ¡El baile del chinchorro! ¿A que suena bien? Creo que voy a proponerlo como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, para que se preserve para las generaciones futuras.
Al llegar las redes cargadas a la orilla, aparecían las mujeres de los marineros con cestas y empezaban a repartirse la pesca: una parte para vender y otra para comer. Se iban con las cestas en la cabeza, con una gracia y agilidad que serviría para otro baile. También me llamó la atención una mesa de madera en los callaos, donde las señoras escamaban y limpiaban los pescados, seguramente para venderlos ya limpios.
Bueno, se terminó este paseo por el barrio de San Cristóbal. No volví hasta ya de jovencita, y vi muchas cosas que no habían cambiado y otras que sí. Era domingo, y habíamos ido a almorzar a uno de los muchos restaurantes que habían abierto, ya que el sitio se había puesto de moda por la calidad de sus comidas caseras.
Nos sentamos en la única mesa que estaba libre. Enfrente de mí había una familia con una niña que me llamó la atención. Estaba sentada mirando a través de la ventana, ajena a las conversaciones del resto de la mesa. De repente, vio pasar un barco pirata como los del cine y la joven se levantó de un salto para decir:
—¡Están rodando una película! ¡Voy a ver si están haciendo algún casting y me cogen!
Acto seguido salió corriendo, mientras su padre murmuraba algo como: “Si esa niña pusiera el mismo interés que pone en los castings esos en estudiar, llegaría a premio Nobel.”
Yo salí detrás de la chica, sentía curiosidad. Al llegar a la playa, ya estaba desembarcando una lancha con uno que parecía el jefe y, a su lado, un soldado. Ambos se bajaron de la barca, y casi sin darles tiempo a respirar, nuestra joven protagonista se dirigió al mandamás con grandes aspavientos:
—¿Tú capitán? Yo quiero hacer casting.
La cara del supuesto capitán era un poema, parecía no entender nada ni saber qué decir, hasta que por fin arrancó:
—Yo capitán Drake.
—Vale —respondió la chica—, yo me llamo María, pero lo que quiero es hacer el casting para la película.
El capitán volvía a dudar sobre qué contestar, hasta que al final dijo:
—Yo capitán Drake, tú María Casting.
—Noooo —se desesperaba la chica—, yo me llamo María y quiero hacer el casting.
Pero el pirata insistía:
—Yo capitán Drake, tú María Casting.
—¡Qué nooo, hombre, que yo me llamo María y quiero hacer el casting de la película!
Enfrascada en hacerse entender, no se dio cuenta de que ya la playa estaba llena: una multitud de niños los rodeaba con palos y piedras.
—¡Venga, vamos a guirrear! —gritó uno de los niños.
El pobre pirata no salía de su asombro, se volvió hacia los niños y dijo:
—Capitán Drake no guirrea con niños, ¿es que aquí no haber hombres?
—Sí —le dijo María—, están comiendo y bebiendo, y después siesta y más siesta.
El famoso capitán estaba pasmado, nunca se había enfrentado a una situación como esa.
Y justo en ese momento, el murmullo de la multitud se interrumpió al ver que un grupo de socorristas de la Cruz Roja, vestidos como astronautas, se abría paso hacia la playa. Uno de ellos se acercó al capitán, le tomó la temperatura en la frente, le metió un bastoncillo por la nariz que parecía llegarle hasta el ombligo, y luego le cogió la mano y le dio un pinchazo. En ese instante, el capitán Drake vio que le salía una gotita de sangre del dedo y empezó a gritar despavorido:
—¡Izad velas, levad anclas, esta isla está embrujada, no son humanos!
Y así, sin conquistar la isla, volvió a meterse en el túnel del tiempo del que había salido.
Fecha: 5 de noviembre de 2024.
Mariadel
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